mayo 21, 2012

Las aves del pecho, los ojos y la ventana.

(1)

Las mañanas llegan y se van, una tras otra. Los primeros segundos de conciencia, aun antes de abrir los ojos, se concentran no el nuevo día, no en el reloj, no en el deber. No. Esos segundos punzantes sólo saben acentuar la ausencia en el pecho. Está bien dudar, es necesario dudar, me repito.

Mis pestañas se separan rápidamente como buscando disipar lo que encierran esternón y costillas. Y es entonces que aves veloces salen disparadas hacia el otoño. Se me escapan las aves del pecho por los ojos... y por la ventana. Han cruzado desde adentro el cristalino, se han oscurecido a su paso por la pupila, han dado la vuelta completa al iris, y... han salido ágiles, casi violentas, buscando el día, la luz, el aire ligero.

Yo las sigo desde mi cama mientras atraviesan el umbral de la ventana. Estiro la mano, he casi sentido el aleteo de la última. Estiro un poco más el brazo, hasta que mis yemas se encuentran con el vidrio frío. Ese contacto pequeñito me hace despertar por completo. (Las ventanas son, después de los árboles, la segunda cosa más bella de la vida). Qué bueno haber dejado una ranurita para que se cuele el viento, de otra manera se me estrellarían las aves en el vidrio al despertar.

Mis ojos tras los ojos. Que las ventanas son ojos también. Las aves se han perdido finalmente entre las nubes y yo un poco sonrío. Volverán. Me volverán llenitas de mañana las aves al pecho.  


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